EL UNO PARA EL OTRO
Ellos
habían nacido el uno para el otro, aunque signados por la inexorable impronta
de la brevedad. Se conocieron una mañana
del mes de abril en un desvencijado refugio de la Avenida Montes de Oca, en el
barrio de Barracas que precariamente albergaba a los pacientes pasajeros de las
líneas 17 y 22.
Auria,
así se llamaba ella, abordaba cada mañana el 22 que pasaba alrededor de las
ocho por el lugar, para llegar holgadamente puntual a su trabajo
de bibliotecaria en el antiguo barrio de San Telmo. Adolfo, así se llamaba él, era vendedor
ambulante y entre las ocho y las 11 de algunos días de la semana, viajaba en el
17 hasta la Recoleta
donde vendía paraguas los días de lluvia y baratijas que, a modo de souvenir,
algún modesto turista le compraba.
Aquella
mañana otoñal había amanecido lluviosa y Adolfo creyó que sería un día
auspicioso para ubicar buena parte de unos paraguas chinos que había conseguido
de un remanente de importación. Así fue
como se enfundó en sus jeans gastados, un abrigo conveniente y el piloto
amarillo que había sabido conservar de su nutrido stock de “busca” y salió lo
más temprano que se pudo permitir rumbo a la parada del 17.
Cientos
de veces habrían estado a punto de encontrarse, pero aquella fue la primera vez
que coincidieron sus presencias a expensas de lo que algún romántico definiría
como destino, aunque fuese mera casualidad.
Auria
se empeñaba en lograr que aquel refugio lo fuese, a pesar de la ausencia de
varias chapas de su castigado techo, oteando los confines de Montes de Oca
intentando distinguir la silueta de su ansiado transporte, mientras que Adolfo
desdeñaba cualquier posibilidad de protección del vetusto chaperío, disfrutando
casi el deslizamiento del agua sobre la superficie de su piloto. Nadie más que ellos se encontraba en el lugar,
circunstancia que agregaba misterio a la tardanza de ambos colectivos. Cinco, diez, quince minutos y la avenida
seguía permaneciendo desierta, sin la mínima evidencia de los esperados
transportes; a ratos era Auria quien asomaba su vista a la avenida, a ratos
Adolfo. Ninguno de los dos sabía de la
necesidad del otro, ni se apercibía de su presencia, ajenos ambos en su objetivo
de escapar de la intemperie y llegar a destino.
Tal
vez los dos resignados a la orfandad de un amor correspondido, ni siquiera
imaginaron la posible cercanía de lo que podría llegar a ser una charla, una
sonrisa…. una chance de vida…
Auria
era menuda, de cabellos oscuros y brillantes, rondaba los treinta años, todos
vividos en la casa paterna de Barracas.
Adolfo en cambio, había perdido la cuenta de los domicilios que había
tenido y emprendido camino a los cuarenta,
aunque su aspecto jovial, su delgadez y su atuendo, le otorgaban un aire casi
adolescente. Un comentario, de él o de
ella, que más da, con certeza vinculado a la demora de los transportes, los
anotició al uno y a la otra, de sus sendas presencias. De pronto Adolfo descubrió que más allá de no
estar solo en el lugar, contaba con la compañía de una mujer que le resultaba
encantadora, a un tiempo que Auria se permitía la libertad de dejarse cautivar
por ese desconocido simpático, que en escasos minutos condicionó sus sentidos
con palabras simples, pero certeras.
Claro, Adolfo contaba con esa herramienta indispensable en su trabajo de
vendedor callejero…… la palabra y su voz.
Cinco
minutos más de demora en el arribo del 22, les bastaron a ambos para
enamorarse. De repente quisieron, ambos,
que el tiempo se detuviera, que ya no llegasen sus transportes y poder sentarse
a charlar, a contarse de sus vidas, a conocerse, a recuperar un tiempo que,
hasta ese momento, no sabían perdido.
Cuando
en el horizonte se percibió la figura del colectivo, los dos supieron que se
avecinaba el primero de sus alejamientos que, aunque sospechaban tan solo temporales,
daría lugar al primer sentimiento mutuo de nostalgia.
El
destino quiso que fuese el transporte de ella el primero en arribar a la
parada, circunstancia que otorgó la ocasión de que Adolfo, que no tenía horario
fijo para comenzar su jornada, aún a costa de ver mermada su venta, decidiera
acompañarla para luego torcer camino a Recoleta. El tiempo que el micro utilizó para llegar a
los alrededores de la Plaza Dorrego
hasta donde viajaba Auria, se les escapó como un relámpago; Adolfo se bajó con
ella y la acompañó hasta la entrada misma de la biblioteca. Sólo conocían el uno del otro sus nombres y
compelidos por la lluvia y la urgencia de Auria en marcar puntual su tarjeta de
ingreso, apenas atinaron a concertar un encuentro la mañana siguiente. Siete y media desayunarían en San Miguel, se
pasarían los teléfonos y comenzarían el camino de una vida en común….. estaban
felices.
Adolfo
llegó a Recoleta pasadas las 09:30, apenas diez minutos después del asalto a la
farmacia de Junin y Las Heras. - Un
flaco de pelo largo y vaqueros gastados…., había alcanzado a balbucear el
farmacéutico baleado mientras abría la persiana del comercio en la mañana
lluviosa.
El
“olfato policial” hizo el resto y Adolfo fue a parar, con sus huesos y sus
paraguas chinos a una fría celda de la comisaría 17ª.
La
lluvia se fue casi como llegó, de repente y el día “después” amaneció con un
sol tibio de otoño, ideal para aquel encuentro.
Auria, sin importarle que Adolfo descubriese su ansiedad, llegó diez
minutos antes a la cita. Se sentó en una
mesa sobre la vidriera desde donde se puede ver la Avenida y se dispuso a
disfrutar del primer día de su nueva vida.
Adolfo
no llegó. El defensor oficial no
apareció hasta dos días después de su detención y cuando lo hizo pareció más proclive
a creer en la culpabilidad de Adolfo que en su inocencia. Catorce meses trajinando entre el penal y
tribunales, hasta que en un robo fallido en la propia zona de Recoleta, “El
flaco Zapala” cayó detenido y vaya a saber porque extraño artilugio del destino
o “habilidades” de sus captores, terminó confesando haber sido el autor de
aquel atraco a la Farmacia
de Las Heras y Junín. Fue la
culpabilidad del confeso Zapala la que por descarte le otorgó inocencia a
Adolfo y le devolvió la libertad.
Nadie
más que Auria en todo ese tiempo, había notado la ausencia de Adolfo. Ella vivió aquel desencuentro como un
verdadero abandono y luego de seis meses de peregrinar por las calles de
Barracas buscando a Adolfo, agobiada por la tristeza se marchó. Eligió dejar la casa paterna y mudarse a Las
Toninas, donde su profesión de bibliotecaria encontró lugar entre los escasos
libros de una biblioteca municipal.
Ni
bien se cerraron las pesadas puertas del penal, con las pocas monedas que le
restituyeron sus carceleros, Adolfo regresó a Barracas y la buscó. Sólo sabía su nombre, Auria, pero nadie supo
informarle nada de ella. En la
biblioteca de San Telmo le dijeron que había renunciado por el mes de
octubre. Los padres de Auria se
enteraron sobre un muchacho flaco, pálido y triste que preguntaba por una joven
que no podía ser otra que su hija. Les
dijeron que todas las mañanas se sentaba a tomar café en San Miguel y allí
fueron, a su encuentro, ellos sabían de la existencia de Adolfo. El mozo les dijo que había estado allí hasta
hacía cinco minutos…… llevaba un bolso con sus mínimas pertenencias y se
despidió diciendo que se iría a vivir a la costa…… a San Clemente del Tuyú…..
estaba muy triste…